Acaban de sentarse frente a mi tres nuevos viajeros. Dos niños, acompañados por su madre. Atraen mi atención enseguida, sin que pueda encontrar inicialmente una explicación al malestar que se apodera de mí. Noto que me ruborizo, como si mi papel de espectadora tuviera que descargarles de la parte de vergüenza que ellos no manifiestan. ¿Cómo puede arreglarse esa niña con los rasgos masculinos que su cara puede apenas contener, y su hermano con la indolencia materna que no logra pasar desapercibida? Al lado de la madre, sus rasgos inexpresivos revelan una impúdica desnudez. Todo en ellos está yuxtapuesto y se mantiene de milagro, o más bien por pura convención. Pero, como si fuese una función de la mirada el desenmascararla, mis ojos, antes de comprender, se han lanzado sobre la falla que esconde.

Llevan sobre sí las piezas de un rompecabezas que el azar ha vuelto caótico. Sin embargo su madre está ahí, entera, sin tener necesidad de justificar su estatuto, que prospera a la sombra de sus herederos. Les ha transmitido algo y ahora su presencia se impone a costa de ellos. Formas contradictorias les ocupan, se entrecruzan y escapan sin que hayan aprendido todavía a dominarlas. ¿Qué es lo que mantiene unida tanta variedad de elementos sobre esos rostros, marcados por un cansancio que ni siquiera estoy segura de que sea suyo? Cada uno recuerda de alguna forma al otro, le adelanta y huye a la deriva; tomado aparte, cada uno parece hablar en nombre del otro. ¿Por dónde empezar, si en la filiación los rasgos se convierten en posesiones intercambiables? En el fondo, no obstante, de su indigencia, se destaca una pesada fuerza: la pereza de las formas a punto de descomponerse.

Mas lo provisional lleva en sí su contrario. El heredero debe rehacer sobre sí un paisaje intensivo, construir diques, nivelar, desviar, traducir, utilizando silencios y agujeros. Oigo lejanas voces murmurando en mi oreja, siento también moverse en mí formas que no pertenecen a nadie. Soy una pregunta que responde a otra pregunta y también la distancia que entre ellas mantienen. Antes era una ciudad fortificada, en torno a la cual el enemigo ha construido sus propias fortificaciones, como un duplicado, de suerte que al final no se sabe quién es el que asedia al otro. Yo estaba por todas partes a la vez, era puente o subterráneo que les permitía pasar de un lado a otro, y yo con ellos, perdida entre todos ellos.

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Formaba parte de un pequeño grupo en una fiesta animada. Distraída, giré la cabeza un momento hacia un gran espejo y vi, entre otras caras, a una chica con aire distante, a la que me sentí ligada por una afinidad secreta. Al comprobar que sus ojos se animaban con el mismo interés, me reconocí. Mi silencio se hizo hastiado, definitivo, como después de una larga confidencia.






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